martes, 22 de mayo de 2012

Él

De repente, volví a la realidad. Una realidad en la que Elisabeth me miraba con ojos inquisitivos. Tal vez preguntándose a qué se debía mi mirada ausente.
_Entonces, ¿estás… estás casada?- el mero de hecho de preguntárselo se me hacía una tarea extremadamente ardua, las palabras se agolpaban en mi cabeza y me costaba articular una frase con sentido.
_Todavía no, prometida -corrigió ella, con un cierto tono de disculpa. Parecía estar avergonzada por su condición de futura esposa.-
Aquellas palabras cayeron sobre mí con el peso de una losa. Estaba comprometida con alguien, con alguien que no era yo. Amaba a alguien, a alguien que no era yo. Me sentí ridículo e idiota, no comprendía porqué aquellas palabras me afectaban tanto, ya me lo había imaginado antes. Pensaba que me había hecho a la idea, pero sonaba mucho peor viniendo de su boca, de sus labios carnosos que, comprendí aterrado, deseaba besar con dolorosa fuerza. Tras un momento de silencio y con la cabeza agachada, alzó el cuello y, tras apartarse grácilmente dos mechones de pelo rubio, todavía húmedo, de la cara, clavó en mis pupilas sus límpidos ojos verdes. Comprendí que no estaba acostumbrada  a relatar su historia, a compartir sus más ocultos secretos y sufrimientos con el primer desconocido que la acompañase a un hospital. Cuando comenzó a hablar, lo hizo con una voz clara que, pese a intentar aparentar normalidad, desprendía un infinito deje de tristeza y desolación:
_ ¿Recuerdas lo que te conté sobre mi hermana? –asentí de forma prácticamente imperceptible. Presentía que aquel iba a ser un momento importante y no quería interrumpir el relato de mi misterioso huésped- Bien, pues cuando mis abuelos murieron, decidí que haría lo que fuera necesario para salvarla. Absolutamente cualquier cosa. Pero una gran ciudad como Los Ángeles no es lugar adecuado para una joven de diecisiete años y su hermana pequeña. Necesitaba desesperadamente el dinero para el caro tratamiento de Susan y no había muchas formas en las que yo lo pudiese obtener. –Sus ojos volvieron a clavarse en los míos cuando me dijo, prácticamente suplicando- por favor, no me juzgues por lo que hice, comprende que realmente lo necesitaba.
Cada vez más intrigado, comencé a intentar imaginar las formas de conseguir una altísima suma al alcance de una joven, y me puse en su lugar imaginando a mi adorable y frágil hermana pequeña enferma. Comprendí entonces que yo también habría hecho todo lo necesario por ella.
_No te preocupes –respondí.-Nunca te juzgaré por nada, entiendo la situación por la que pasaste, de verdad.   
Sus labios esbozaron una cansada sonrisa que reflejaba una mezcla de agradecimiento, tristeza y algo más. Un sentimiento que no lograba identificar. Un sentimiento cuyo significado descubrí más tarde, y que me hizo desear no haberlo descifrado nunca.  
_Yo tenía diecisiete años cuando ocurrió, pero maduré de golpe. Ambas pasamos a custodia del estado, pero como estaba cerca de la mayoría de edad, busqué trabajo desesperadamente con la esperanza de poder llevarme a mi hermana de aquel lúgubre orfanato en el que nos hacían pasar los días. Por más que busqué empleo no encontré más que un trabajo temporal como repartidora de pizzas, lo que no llegaba ni de lejos para cubrir los gastos médicos de Susan. –Hizo una pausa, tragó saliva y bajó la mirada a la vez que se estremeció.- Fue entonces cuando lo conocí.
Noté como sus hombros se convulsionaban, entonces supe que le incomodaba hablar de su prometido. En aquel momento recordé las palabras que había dicho el día anterior, que no quería volver con "él", que lo odiaba. ¿O había sido ese mismo día? La verdad es que desde que la conocía el tiempo parecía correr de forma caprichosa, sin seguir un patrón fijo. Una parte de mi mente reaccionó, até cabos y reuní el valor suficiente para preguntarle de forma indecisa:
_Elisabeth… ¿Cuántos años tiene él?
En cuanto vi su expresión, supe que había dado en el clavo.
_Alfred tiene 47 años.

domingo, 20 de mayo de 2012

Llamada


Mientras comíamos mi móvil sonó, era mi madre. De repente me di cuenta de que no había llamado a mi familia desde anoche, descolgué y me preparé para una reprimenda. Pese a mi edad seguía sintiéndome como un chiquillo arrepentido por una fechoría en cuanto mi madre, brazos en jarras, me reñía por cualquier cosa.
 Descolgué el teléfono y enseguida escuché a mi madre:
 _Pero bueno, ¿se puede saber dónde estabas? -Estaba más preocupada que enfadada, pero aun así siguió lanzándome preguntas sin darme tiempo a responder- ¿Tienes idea de lo preocupados que estamos? ¿Te crees que porque ya no estás en casa ya no tienes que dar señales de vida? ¡La última vez que llamaste estabas en un hospital velando a una completa desconocida! ¿Tú te crees que eso es normal?
_Mamá…-fue todo lo que se me ocurrió- Lo siento… Tenía la cabeza en otra parte.
La escuché respirar hondo y su voz sonó más calmada cuando dijo:
_Bueno, ya eres mayor, no debería preocuparme tanto. Supongo que tengo el síndrome del nido vacío. A todo esto, ¿cómo está ella? ¿Quién era? ¿De dónde venía? ¿Adónde ha ido?- La curiosidad innata de mi madre se superpuso a lo demás-.
_Pues está bien. Fue un golpe superficial, todavía no tengo muy claro quién es pero sé que se llama Elisabeth- Cuando escuchó su nombre, Elisabeth dio un respingo, no entendía el español y desde que había descolgado el teléfono miraba por la ventana- Es americana y no tiene adónde ir…
_¿Está ahí, verdad? Te la has llevado a tu casa. Siempre has sido muy bueno, pero debes tener cuidado, si sigues siendo tan bueno la gente se puede aprovechar de ti. Bueno, te tengo que dejar, tu hermana sale del colegio. Hasta luego.
_Adió…-Había colgado. Sonreí para mi mismo. Mi madre era así, capaz de pasar de la tempestad más furiosa a la más tranquila calma.

_¿Era tu madre?
_Sí, quería saber donde estaba y qué había sido de ti.
_Oye, sé que te estoy molestando y lo siento. Me iré en cuanto me vista.
_¿Qué? Ni hablar. No tienes adónde ir. No dejaré que te vayas.
Más tarde me di cuenta de que esas palabras las dije por mi egoísmo, no quería que se fuera.
_ Puedo volver con él.
Mientras lo decía pude apreciar en sus ojos el brillo de la determinación.
_¿Quién es él?- Tal vez en el fondo yo ya sabía quién era, pero simplemente no quería verlo.-
_Él es quien me ha regalado el anillo.


Melodía


Un pesado e incómodo silencio asoló la habitación. Ella no parecía predispuesta a continuar contándome nada y yo no sabía como actuar. No fue necesario, ella alzó la cabeza y musitó:
_Por favor, estoy cansada. Me gustaría dormir un poco. ¿Puedes apagar la luz?
Asentí con la cabeza, apagué la luz y me senté en aquel incómodo sofá. Aunque Elisabeth se durmió relativamente pronto, yo no pude conciliar el sueño en toda la noche. Vi desesperado como las luces rojas del despertador que a su vez hacía de reloj pasaban lentamente. No fue hasta que el cielo comenzó a clarear que conseguí dormirme.
Me despertaron unos golpes en la puerta y el trajín de las enfermeras en el pasillo. Abrí la puerta y una mujer regordeta y vivaz me afirmó con una sonrisa que Elisabeth se podía marchar ya. Esta se despertó al oír la puerta cerrarse. Le transmití aquello que me había dicho la enfermera y ella se incorporó lentamente. Me miró y pude ver el miedo en sus ojos; No tenía adónde ir.
_¿Tienes algún lugar en el que dormir? Un hotel o algo… ¿Quieres que te acerque?
Su mentón comenzó a temblar y parpadeó varias veces para contener las lágrimas.
_Por favor.-Dijo entrecortadamente- No quiero volver con él. Lo detesto. Lo odio.
Su voz y sobretodo sus ojos me enternecieron.
_¿Sabes?- Le dije con voz dulce- Puedes pasar unos días en mi casa. Puedes dormir en mi cama y yo en el sofá y mi compañero de piso pasa más tiempo fuera que dentro y no creo que le moleste.
_Gracias, muchas gracias. No sé como agradecértelo.
_Yo sí. No vuelvas a llorar. Tus ojos son demasiado hermosos como para ser testigos de todo ese sufrimiento.
Respiró hondo y sonrió.
_¿Así mejor?
_Así perfecto.

En media hora llegamos a mi piso. Estaba un poco destartalado y todavía no había desempaquetado todas mis cosas. Mientras Elisabeth se daba una ducha intenté preparar la cena. De veras que lo intenté. Al final conseguí una tortilla de patatas un tanto seca y un poco de arroz blanco acompañado de tomate frito. No era gran cosa pero me encontraba bastante orgulloso de ello. No solía cocinar, me alimentaba a base de fiambreras que mi madre me guardaba y de comida enlatada, aunque solía cenar en casa de mis padres pues esta no se encontraba muy lejos.
Puse la mesa en el salón y en uno pocos minutos que se me hicieron larguísimos apareció Elisabeth. Su pelo rubio y ondulado caía húmedo en cascada sobre su espalda tapada por una de mis camisas que le llegaba hasta las rodillas. 
Me quedé maravillado mirándola y ella malinterpretó mi mirada.
_¡Oh! ¡Lo siento! Debería haberte pedido permiso. Soy una maleducada. 
Conseguí salir de mi asombro por su indómita belleza y conseguí decir:
_Eh… Esto… No pasa nada. Puedes coger lo que quieras. ¿Quieres comer?
He preparado la cena.
_¡Vaya! Gracias. Eres muy amable 
Cuando se iba a sentar en un extremo de la mesa su mirada se posó sobre el teclado de Víctor, mi compañero de piso. 
_¿Puedo?… ¿Puedo tocar?
_Adelante, Víctor ni siquiera lo usa.
Ella ya no parecía escucharme. Las teclas de aquel teclado parecían ejercer sobre ella una atracción demasiado fuerte como para prestar atención a ninguna otra cosa. Se paró frente al teclado y lo encendió, al principio se mostró indecisa y sus puños se abrieron y cerraron varias veces. Respiró hondo y comenzó a tocar. Las notas comenzaron a sonar y una melodía que pensaba haber escuchado antes comenzó a entretejerse con el ambiente. Sus manos se posaban sobre unas y otras teclas como gráciles mariposas que elegían caprichosamente su destino.  El resultado era magnífico, la melodía era preciosa. Permanecí en silencio durante unos cinco minutos, la comida se estaba enfriando pero no me importaba. Nada importaba. No al lado de aquella preciosa melodía.
Cuando la última nota desapareció en el aire tuve la sensación de que un hechizo se había roto. No se me ocurrió ninguna otra reacción que abrir boca y parpadear varias veces. Ella enrojeció y pareció salir de un trance.
_Por favor, no me mires así.
_Nunca había escuchado a nadie tocar así.
_No digas tonterías, eso es que no habrás escuchado a…
El rugido de su estómago no le dejó acabar la frase.
_Anda, vamos a comer.

Vidas


_Bueno,  pues no hay mucho que contar sobre mí. Me llamo Javier y vivo en Valencia desde que nací. Hace un par de días me independicé y estudio filología hispánica mientras me pago el alquiler trabajando de fotógrafo para un periódico.
_Vaya una vida interesante.- No supe si de verdad lo pensaba o si simplemente se burlaba de mí.
_¿Y tú? Tengo la ligera impresión de que tu vida es bastante más interesante que la mía.-Lo dije de forma cruel, como cuando un niño se siente ofendido y responde de forma desmesurada. En cuanto aquellas palabras salieron de mi boca me di cuanta de que no la conocía para nada y que, a juzgar por cómo había bajado la mirada, mis palabras le habían dolido.

Lágrimas como perlas de lluvia comenzaron a surcar sus mejillas y sus bellos ojos verdes ahora sólo se podían ver a través de una capa de lágrimas.
Perdió todo su aplomo y entre sollozos me dijo:
_Mi vida no es interesante, es horrible. -Respiró hondo e intentó calmarse- Nací en Los Ángeles, vivía con mis padres y mi hermana Susan, menor que yo. Mis padres eran músicos, ambos tocaban el piano y vivíamos de sus conciertos a cuatro manos. Éramos felices. ¿Por qué tuvo que pasar? ¿Por qué a ellos?- Estaba desconcertado, no sabía como reaccionar.- Un día como cualquier otro mis padres se dirigían a dar uno de sus conciertos, pero un hombre con una navaja decidió que no lo darían. ¿Y por qué? Por los malditos billetes de su cartera.- Volvieron los sollozos así que intenté abrazarla. Rechazó mi abrazo y se acurrucó en la cama abrazándose las rodillas y con la cabeza enterrada entre las piernas.- No somos nadie.-Dijo en un susurro.
_Es… ¡Oh! Lo siento.- Me odiaba a mí mismo por haberle dicho aquello- Por favor, perdóname- conseguí decir en un tono un tanto suplicante.
Alzó la cabeza y me dirigió una mirada que me partió el corazón.
_No pasa nada, no tenías porqué saberlo. Pero eso no es todo. Yo tenía diez años y Susan cinco. Éramos niñas- Me imaginé a mi propia hermana sola, perdida entre la multitud de una gran ciudad. Sacudí la cabeza para desprenderme de aquella imagen.- Pasamos a custodia de nuestros abuelos y con el tiempo las heridas de nuestro corazón fueron sanando, pero unos años después Susan cayó enferma. Necesitaba un transplante de corazón y nosotros no podíamos pagar la operación. Yo tenía diecisiete años y tomé una decisión; Haría lo que fuese necesario para salvar a mi hermana.

Elisabeth


Una media hora después de la llamada la misma enfermera que me había dicho que esperase allí se dirigió hacia mí y con una sonrisa en los labios me dijo que aquella chica se encontraba estable y que tan sólo necesitaba un poco de reposo. Si cumplía aquellas indicaciones, al día siguiente le darían el alta. Sonreí aliviado y me dirigí a la habitación 209, la habitación en la que se encontraba aquella joven, tumbada sobre la cama con los ojos cerrados. Parecía que dormía plácidamente así que me dispuse a acostarme en el incómodo sillón en el que pasaría la noche pero entonces reparé en un detalle en el que no me había fijado antes; un anillo con un diamante engarzado adornaba su dedo anular izquierdo. Me extrañé, ¿Era un anillo de compromiso? ¿Cómo podía una mujer que no parecía mayor que yo estar comprometida? No pasaría los 18 años. ¿Cómo había conseguido que aquellos atracadores no se lo quitasen?

Mi mente intentaba desesperadamente encontrar respuestas a aquellas preguntas. En el fondo, odiaba la idea de que esa bella mujer estuviese comprometida. Me acerqué a ella todavía más y en ese momento abrió los ojos.

Una vez más la belleza de aquellos ojos me sorprendió, pero por lo visto, más le sorprendió a ella encontrarse con un hombre mirándola a unos palmos de su cara en la semipenumbra de una lúgubre habitación de hospital. Gritó tan fuerte que creí que mis tímpanos explotarían, acto seguido me propinó un empujón y se levantó de la cama. 
_¡No chilles!-le dije en un susurro.

La mirada de desconcierto que me dirigió me hizo saber que había acertado con mis suposiciones, no hablaba mi idioma. Lo intenté en inglés, un idioma que hablaba con casi tanta soltura como mi lengua materna ya que mi madre era inglesa y con bastante frecuencia visitaba a mis primos en Inglaterra. 

_¡No grites!-repetí. Esta vez sí que me entendió y  cambió de actitud. Pasó de estar acurrucada en la esquina como un animal acorralado a erguirse y alzar la cabeza.
_¿Quién demonios eres?- El tono autoritario y frío de su voz me desconcertó y no supe muy bien como responderle.
_ Bueno… Pues… -me repuse y con renovada confianza le dije- Te vi al salir del metro y te desmayaste, llamé a la ambulancia y como no encontraron información sobre ti ni a ningún familiar al que llamar decidí quedarme contigo hasta que te recuperases.
Pareció sorprendida y sus rasgos se dulcificaron.
_Te lo agradezco, pero no era necesario. Me llamo Elisabeth. ¿Cómo debo dirigirme a mi amable salvador?-me dijo con sorna.
_ Mi nombre es Javier.- Me disponía a darle dos besos cuando me extendió su mano izquierda dejando a la vista aquel odiosamente bello anillo. Le di un ligero apretón de manos. 
En aquel momento una enfermera alertada por los gritos de unos minutos antes prorrumpió en la habitación.
_¿Hay algún problema?- Ambos negamos con la cabeza y la enjuta mujer se marchó tan rápido como había venido.

_Bueno, háblame sobre ti. Me gustaría conocer mejor a la persona a la que le debo la vida.
De nuevo aquel tono de burla

Aquellos ojos verdes


Aquel día cambió mi vida, de vez en cuando me pregunto que habría pasado si no hubiese decidido hacerle una visita a mi abuela, si no hubiese cogido ese metro que me hizo encontrarme con ella, la persona que cambió mi vida. Cuando la vi me pregunté qué le habría pasado, cojeaba levemente y se sujetaba las costillas con gesto de desconsuelo. Cada vez que daba un paso una mueca de dolor contenido crispaba sus bellas facciones. Era rubia y tenía unos  preciosos ojos verdes. Supuse que era turista, tal vez alemana o inglesa. 

Yo salía de la boca del metro y ella andaba a un  ritmo rápido hacia mí. Parecía asustada, se volvía incesantemente como para cerciorarse de que nadie la seguía. Sus bellos ojos verdes estaban anegados en lágrimas y parecía contenerse para no echar a llorar. Un ramalazo de compasión se apoderó de mí y decidí acercarme a ella para ofrecerle mi ayuda. Cuando estaba a punto de hablar con ella sus ojos se cerraron y se desmayó.
Me entró el pánico, no sabía qué hacer, cómo ayudar. Había caído y se había golpeado en la cabeza contra el bordillo de la acera. Un arrebato de lucidez se abrió paso por mi mente y decidí llamar a urgencias, una voz femenina descolgó el teléfono, sin prácticamente darle tiempo de decir nada le dije que había una chica que se había desmayado y  le di el nombre de la calle en la que me encontraba. Al poco tiempo, pude escuchar la sirena de una ambulancia a lo lejos y suspiré aliviado. No había podido hacer gran cosa para ayudarla y recordé la insistencia de mi madre en que asistiésemos a cursos de primeros auxilios, era irónico, nunca pensé que me vería en una situación así. La ambulancia llegó y un hombre bajó de ella. Me preguntó si sabía lo que había ocurrido y le contesté que no, que la acababa de ver y que se había desvanecido. Le tomó el pulso y asintió para sí mismo. Tras una breve duda el hombre la movió y al hacerlo dejó al descubierto un pequeño charco de sangre que se había formado debido al golpe que se había dado la joven con el suelo. La subieron a una camilla y la metieron en la ambulancia, hice ademán de subir tras ella y, como nadie me lo impidió, lo hice. Aquel hombre le registró los bolsillos, seguramente buscando un móvil o una cartera con identificación o información sobre esa chica; el nombre de sus padres, su vivienda, su nombre …

No encontró nada, me lo temía. Cuando la vi cojeando supuse que debido a su aspecto de extranjera y a la fama que estos tienen de blanco fácil para los carteristas y atracadores, le habían robado. Las heridas que mostraba seguramente se las  hizo al negarse a darles el móvil, la cartera y en algunos casos incluso las llaves. Le expuse mi hipótesis al enfermero pero éste no se mostró muy interesado. A los pocos minutos llegamos al hospital y allí me separaron de ella después de preguntarme su nombre. Mientras estaba en la sala de espera en la que una simpática enfermera me pidió que me quedase, recordé que ni siquiera había avisado a mi madre así que me dispuse a ello. Descolgó el teléfono mi hermana pequeña que en aquel entonces rondaría los 7 años y sin darme tiempo a hablar me dijo que mi madre había salido a comprar y que volvería pronto, que mientras tanto podía hablar con mi padre. Le contesté que me daba igual, que era algo muy importante. En unos instantes escuché la ronca voz de mi padre contestar el teléfono. Le conté todo lo que había pasado y le comuniqué que probablemente esa noche me quedaría en el hospital velando a aquella chica. Mi padre parecía confuso, después de unos balbuceos y de abrir y cerrar la boca varias veces me dijo que no estaba obligado a quedarme,  las  personas pertinentes se encargarían de ello. Aun así no pude abandonarla, aunque tan sólo durante unos instantes, había visto aquellos ojos, aquellos ojos verdes de los que quedaría prendado toda mi vida.